Sonntag, 14. Februar 2010

Manos delicadas

Hace unos días, en una playita de la zona de Krabi, en la costa del Andamán, tuve un par de encuentros que me dieron qué pensar y que enlazaron con otras vivencias del último año.

En Tailandia darse un masaje de una hora por 7 € llega a ser hasta caro. Molida por el viaje en speed boat del día anterior, se me ocurrió preguntar enfrente de nuestro bungalow por precios para la cera y un masaje tradicional tailandés. Me atendió un muchacho delgadito y sonriente, de piel tersa, que me pasó el teléfono para que que me indicaran a dónde tenía que ir, por lo visto al otro lado de la playa. Al teléfono, una voz masculina suave me explicó el camino en tai con acento inglés. Sin tener ni idea de a dónde me dirigía, me puse en camino por la avenida cercana al mar. Al poco apareció el muchacho 1 en una vespa, que me hacía señas para que me subiera con él. Sorprendida y sin casco me monté en la moto, me abracé a aquella cinturita de avispa y me dediqué a mirar cómo el resto de coches pasaban a nuestra derecha, no sin una ligera sensación de irrealidad: “¿Qué coño hacía yo abrazada a ese muchacho 1 en un lugar a miles de kilómetros de Alemania, en vestidito de asillas y con chanclas en pleno enero?”

Antes de que hubiera pensado todo esto y haciendo una reverencia, el muchachito 1 se fue de vuelta y me dejó ante el muchachito 2. Más delgado que el primero y aún más imberbe, pero igual de sonriente y solícito, me dirigió hacia un cuarto en la parte trasera de una casita. Allí me tumbé en un colchoncito cubierto con unas sábanas. Sacó su tuperware con cera fría, su cuchillo de extender mantequilla y una tiras de tela, y procedió cuidadosa y pacientemente con la depilación.

En la quietud de la situación, turbada sólo por el sonido rítmico del ventilador, me pregunté si él sería capaz de oír el sonido acelerado de mi corazón. Me sentía bien, los tailandeses me daban mucha confianza, pero la situación no dejaba de ser nueva. Luego, curiosos, empezamos a hablar, sobre nuestras procedencias, sobre la vida en Tailandia, sobre nuestra edad. Aunque por respeto empecé diciéndole que si tenía 20 (para mí 18 ya eran demasiados), y me sentí halagada con sus 24 ;-), al poco acabamos riendo los dos treintañeros, mirándonos a los ojos y pensando: “Ajá, ¡como yo!”.

Al cabo de una hora salí, con la piernas tan suaves como sus manitas delgadas y fui hacia los colchoncitos del muchacho 1, que antes me había ofrecido su masaje tailandés.

Después de dos semanas allí el balance es el siguiente: 3 masajes, una manicura y una pedicura (¡las primeras de mi vida!) con 3 ladyboys diferentes, a cual más tierno, más cuidadoso y más terso. Mientras tanto, en la calle, las madres de familia trabajaban al sol tropical en la reconstrucción de los apartamentos destruidos tras el tsunami del 2004.

Todo esto encaja con mi vida en Colonia, la ciudad alemana con más homosexuales por metro cuadrado, con las conversaciones íntimas en el tren con mi compañero francés y sus amigos rusos, con los que me siento como en tardes de tertulia con mis amigas. De hecho, mis amigas españolas con parejas alemanas me hablan contentas de que sus chicos alemanes cocinan, decoran y cuidan niños más de lo que estábamos acostumbradas a ver en el español medio, además de que comparten con nosotras los trucos antiarrugas aprendidos al cabo de los años.

No sé. De niña la sola forma de desenvolverse de mi padre o de los vecinos de mi pueblo canario me transmitían otras ideas acerca de la masculinidad y la feminidad, que veo que a lo largo de los años se hacen cada vez más relativas. En realidad, además de la sorpresa que pueda sentir ante nuevos enfoques, lo que más me gusta de todo esto es la variedad y la flexibilidad: variedad para elegir lo que más se adapta a cada uno y flexibilidad y tolerancia para aceptarlo en los otros.
¡Bravo por la manos suaves que saben hacer masajes!

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